Una mañana, en aquella humilde vivienda la joven se puso a meditar en su situación: de acuerdo con la costumbre, se había comprometido a casarse con el joven carpintero de quien estaba enamorada. Ahora había cambiado su situación civil y ante Dios se propuso a hacer planes para su vida de casada. De pronto y sin que se diera cuenta, un Ángel del cielo hizo acto de presencia y con una voz fuerte pero a la vez suave, le dijo: “«¡Saludos, mujer favorecida! ¡El Señor está contigo!». Confusa y perturbada, María trató de pensar lo que el ángel quería decir. —No tengas miedo, María —le dijo el ángel—, ¡porque has hallado el favor de Dios! Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será muy grande y lo llamarán Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David. Y reinará sobre Israel para siempre; ¡su reino no tendrá fin! —¿Pero cómo podrá suceder esto? —le preguntó María al ángel—. Soy virgen. El ángel le contestó: —El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por lo tanto, el bebé que nacerá será santo y será llamado Hijo de Dios. Además, tu parienta Elisabet, ¡quedó embarazada en su vejez! Antes la gente decía que ella era estéril, pero ha concebido un hijo y ya está en su sexto mes de embarazo. Pues la palabra de Dios nunca dejará de cumplirse. María respondió: —Soy la sierva del Señor. Que se cumpla todo lo que has dicho acerca de mí”. (Lucas 1:28-38)
Cada año, por esta temporada se cuenta esta historia que ha dado la vuelta al mundo y ha afectado hasta la forma de contar el tiempo, sin detenerse a meditar el impacto que ha causado, más que el nacimiento de un niño extraordinario, en condiciones extraordinarias, donde se dan las paradojas más impactantes e inverosímiles para la mente común; es la revelación de “cosas que ojo no vio ni oído oyó”.
Jesús ha nacido, es llamado “Hijo de Dios”; es la encarnación del Hijo Eterno en un hombre común, cuyo potencial pocos han comprendido.
La presencia de Jesús en el mundo, de entrada, tuvo un impacto múltiple y de consecuencias cósmicas y eternas.
En primer lugar, y por lo que la humanidad dobla sus rodillas, es la redención que depone las causas del pecado en cada ser humano. Gracias a Jesús, gozamos de la relación perfecta en el amor con Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El pecado de Adán y Eva, causó una mutación en la genética humana, manifestada en actitudes de odio, rencor, envidia celos, homicidios, etc.; pero en el cuerpo de Jesús se concentraron todas para morir, todas, en la cruz. En la resurrección emergió desde el fondo de los avernos (tumba) una humanidad nueva, pero, como dice C. Baxter Kruger, en esa humanidad vamos todos los seres humanos compartiendo un cuerpo perfecto y santo por la eternidad, en comunión con Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Este es uno de los propósitos de la presencia de Dios en el mundo en la persona de Jesús. Este es también un motivo de regocijo a celebrar durante esta y todas las navidades: la dicha de vernos fundidos, sumergidos, en el reino de Dios por siempre.
La Biblia está llena de afirmaciones en las que Dios nos dice que ahora, por Jesús, somos nuevas criaturas con el mismo título de Él: “Hijos Amados de Dios”.
“pero a todos los que creyeron en él y lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios”. (Lucas 4:41)
“Pues todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”. (Romanos 8:14)
“Y ustedes no han recibido un espíritu que los esclavice al miedo. En cambio, recibieron el Espíritu de Dios cuando él los adoptó como sus propios hijos. Ahora lo llamamos «Abba, Padre»”. (Romanos 8:15)
“Así que como somos sus hijos, también somos sus herederos. De hecho, somos herederos junto con Cristo de la gloria de Dios”. (Romanos 8:17)
Todo esto y más, deben ser los motivos que se manifiesten en el regocijo por la Navidad.
En segundo lugar, al asumir y ejercer el título de “Hijos Amados de Dios”, cambia la forma de ver y tratar todas las cosas; ahora vemos todo como Dios lo ve, con la capacidad de ver más allá del mundo físico, el tiempo y el espacio.
Cuando captamos la verdadera magnitud de lo que significa la encarnación del Hijo Eterno en el hombre Jesús, comprendemos la grandeza y la majestad de Dios quien cubre toda su creación, entendiendo aquella exclamación del rey David cuando expresa: “¡Jamás podría escaparme de tu Espíritu! ¡Jamás podría huir de tu presencia! Si subo al cielo, allí estás tú; si desciendo a la tumba, allí estás tú. Si cabalgo sobre las alas de la mañana, si habito junto a los océanos más lejanos, aun allí me guiará tu mano y me sostendrá tu fuerza. Podría pedirle a la oscuridad que me ocultara, y a la luz que me rodea, que se convierta en noche; pero ni siquiera en la oscuridad puedo esconderme de ti”. (Salmos 139:7-12)
La encarnación de Dios en Jesús magnifica esa impresión del salmista, porque con la resurrección y ascensión de la nueva humanidad, Dios impregna todo de su misma esencia; llena cada átomo, cada molécula, cada subpartícula atómica de lo que Él es: amor.
En Jesús estamos todos y toda la creación, lo que se ve y lo que no se ve, lo físico y lo espiritual, visto con ojos humanos; pero viéndolo todo con los ojos de Dios, Él se ha convertido en humano. Dios es, siente, piensa, vive como humano, pero un humano eterno, perfecto, santo, tal como nos concibió a todos desde el principio.
Esta comprensión rompe los cánones de la lógica humana, ya que el amor de Dios no puede ser comprendido ni definido con expresiones humanas.
En tercer lugar, la encarnación va más allá de la redención humana; Jesús, como un representante de la creación original, también ha redimido y fundido en su propio ser a toda la creación; lo que se ve, y lo que no se ve.
Dios en su Santa Palabra nos revela que esos cielos nuevos y tierra nueva (2 Pedro 3:10-13; Apocalipsis 21:1), consisten en un nuevo cosmos, lleno de Dios e impregnados de su inmenso e infinito amor. Veamos: “La creación espera el día en que se unirá junto con los hijos de Dios a la gloriosa libertad de la muerte y la descomposición”. (Romanos 8:21)
Cuando menos estos tres aspectos están incluidos en la encarnación del Hijo Eterno de Dios en Jesús nuestro Señor y Salvador, nuestro Padre y Hermano a la vez, nuestro Dios.
Un día Jesús nació en esta tierra, como nacemos todos y ese día los cielos se estremecieron y los ángeles cantaron llenos de júbilo porque estaban viendo el panorama completo y nosotros podemos verlo también; desde ese humilde pesebre en Belén, hasta el trono majestuoso que nos describe el apóstol Juan en Apocalipsis 21 y 22. Así que esta Navidad gritemos jubilosos, bailemos de alegría y cantemos llenos de inspiración porque Dios nos ha revelado lo que significa el hecho de haber encarnado en un frágil ser humano mortal, para erigirse como la nueva humanidad, santa y eterna, como en el principio. ◊
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