Los sabios que vinieron del oriente a adorar al niño Jesús eran los científicos de su tiempo. Conocidos como magos, estudiaban los cielos y la tierra tratando de comprender el mundo natural y que el sobrenatural tuviera sentido.
Cuando observaron una señal misteriosa en el cielo, supieron que tenía importancia. No se sabe exactamente lo que vieron. ¿Fue un cometa? ¿Una conjunción de planetas? ¿Una creación única especial? Fuera lo que fuese, guió a los magos a Jerusalén, y al final a una casa en Belén donde estaba el niño Jesús. Allí le adoraron y le ofrecieron presentes.
Los cielos han sido siempre una fuente de inspiración para aquellos que tratan de comprender el significado de la existencia. Mil años antes de los magos, el rey David escribió: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Salmos 8:3-4).
David pudo haber visto entre 5.000 y 6.000 estrellas a simple vista, y quizás cinco planetas. No pudo saber que algunas de esas “estrellas” eran galaxias, compuestas de millones de estrellas.
Hoy sabemos que esos pocos miles de estrellas visibles son solo un puñado de los doscientos a trescientos mil millones de estrellas que se estima hay en nuestra Vía Láctea. Y nuestra galaxia es solo una de las al menos cien mil millones de ellas. Estoy siendo conservador, nuevos datos del telescopio Hubble sugieren que podría haber hasta quinientos mil millones de galaxias “ahí afuera”, cada una con quizás trescientos mil millones de estrellas.
Muy probablemente nunca conoceremos con certeza cuantas estrellas hay. Incluso si lo hiciésemos, viejas estrellas se queman y nuevas estrellas vienen a la existencia cada día. Los astrónomos han estimado que en cada galaxia, muere y surge una estrella cada año. Considerando, con un cálculo conservador, que hay cien mil millones de galaxias en el universo observable, entonces hay alrededor de cien mil millones de estrellas que nacen y mueren cada año. Eso significa un promedio de alrededor de 275 millones por día. En el tiempo que estás tardando en leer este párrafo quizás un millón de estrellas han colapsado y otro millón han surgido a la vida.
Incluso si el origen del universo pudiera describirse totalmente por las leyes de la física, permanece la pregunta,
¿cómo podemos explicar el origen de esas leyes?
Ahí afuera se está llevando a cabo mucho más de lo que incluso hemos empezado a observar o a medir. Por ejemplo, alrededor del setenta por ciento del universo parece consistir de lo que lo científicos llaman “energía oscura”. Con “oscura” quieren decir que está más allá de su capacidad de medirla u observarla. Del restante treinta por ciento, el 26 por ciento parece estar compuesto de “materia oscura”. Solo el cuatro por ciento del universo consiste de material que podemos medir, o incluso describir. Y cuanto más aprendemos sobre ese cuatro por ciento más misterioso se torna.
Como dijo el astrónomo inglés Sir Arthur Eddington: “El universo no solo es más extraño de lo que imaginamos, es más extraño de lo que podemos imaginar”.
¿Es Dios necesario?
Incluso con el conocimiento limitado de su tiempo, David pudo escribir con confianza: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmos 19:1).
Bueno, no para todos. En un libro publicado en el 2010, El Gran Diseño, los físicos Stephen Hawking y Leonard Mlodinow argumentan que no se necesita una creencia en Dios para explicar los orígenes del universo. Afirman que la teoría de la mecánica cuántica y la de la relatividad ayudan a comprender como se pudo haber formado el universo de la nada. Argumentan que el Big Bang es solo una consecuencia de las leyes de la física. Hawking ha dicho: “Uno no puede probar que Dios no exista, pero la ciencia hace a Dios innecesario”.
Esa es una afirmación audaz pero, ¿es correcta? El físico y escritor científico Paul Davies no cree eso. Aunque acepta que ahora la cosmología probablemente puede explicar cómo empezó nuestro universo, dice: “Surge ahora un problema más difícil, sin embargo. ¿Cuál es la fuente de esas ingeniosas leyes que posibilitan que surja un universo de la nada?… No hay una necesidad forzosa de un ser sobrenatural o primera causa para iniciar el universo, pero cuando se trata de las leyes que explican el Big Bang, estamos en aguas cenagosas”.
Ignorando algo grande
Aguas cenagosas sin duda. Incluso si los orígenes del universo pudieran describirse totalmente por las leyes de la física, como Hawking sostiene, permanece la pregunta, ¿cómo podemos explicar el origen de esas leyes? En un libro sorprendentemente franco sobre el estado de la investigación hoy, el físico Lee Smolin admitió que la física ha llegado a un callejón sin salida. “Hay una cosa con la que parecen estar de acuerdo todos los que se preocupan de la física fundamental y es que se necesitan nuevas ideas. Desde los críticos más escépticos a los más esforzados defensores de la teoría de las cuerdas, uno escucha la misma cosa: Estamos ignorando algo grande” (Lee Smolin, The Trouble whith Physics-El Problema con la Física, Pág. 308).
Así hoy, nuestras sorprendentes investigaciones sobre la incompresiblemente vasta expansión del universo conocido y el igualmente incomprensible mundo minúsculo de las partículas subatómicas no han hecho a Dios innecesario. El profundo cielo nocturno refleja todavía la gloria de Dios y los misteriosos quarks se unen para proclamar la obra de sus manos.
En otro libro publicado no hace mucho, New Proofs for the Existence of God-Nuevas Pruebas para la Existencia de Dios, Robert J. Spitzer argumenta que, lejos de alejar la necesidad de Dios, los descubrimientos científicos recientes muestran aún más claramente que la fe es una respuesta racional al estado de nuestro conocimiento. Si las evidencias científicas que tenemos hoy se toman en serio, escribe Spitzer: “…no pueden sino transformar nuestro punto de vista del universo, de la trascendencia, de nuestro destino y del significado de la vida” (New Proofs for the Existence of God, Pág. 10-11).
GALAXIA DEL SOMBREROCAPTADA POR EL HUBBLE
Hace veinte años el astrónomo Robert Jastrow anticipaba esta situación cuando escribió: “Para el científico que ha vivido por su fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, y estando a punto de conquistar el pico más alto, mientras se agarra a la roca final es saludado por una banda de teólogos que han estado sentados allí durante siglos” (Robert Jastrow, God and the Astronomers-Dios y los Astrónomos, Pág. 107).
Al leer esto las personas religiosas se sienten tentadas a decir con presunción: “Te lo dijimos”. Pero tengamos cuidado. Lejos de la imagen de Jastrow de los teólogos sentados en el pico más alto, muy a menudo han preferido recostarse complacientemente en las laderas más bajas de los descubrimientos científicos, lanzándoles testarudamente viejas ideas y resistiéndose, a veces oponiéndose viciosamente, a todo lo nuevo y revelador. No olvidemos a Copérnico y Galileo, a quienes la iglesia trató de silenciar porque descubrieron que la Tierra no era el centro del universo.
Tanto los teólogos como los científicos necesitan preguntarse si estamos ignorando algo grande, empezando por la percepción común entre las personas religiosas de que Dios es un Juez remoto implacable, en algún lugar “ahí fuera”, a quien es difícil complacer y preocupado con la conducta pecaminosa. Pero, ¿es ese el Dios que Jesús vino a mostrar? ¿Ha sido nuestra comprensión de Dios demasiado estrecha?
Los magos siguieron la estrella para adorar a Jesús porque sabían que su nacimiento era de alguna forma significativo. No pudieron saber cuán significativo era. Pensaron que era el nuevo rey de los judíos, el esperado Mesías.
¿Cómo pudieron saber que él era, de hecho, más que eso aún, el amoroso y fiel Creador de todo lo que ellos habían estudiado, viniendo a la tierra como un ser humano para sanar y transformar la humanidad en una nueva creación en sí mismo?
A medida que su vida y su ministerio se abrían paso, Jesús nos mostraba como es Dios realmente, y él y sus apóstoles nos hablan del propósito del universo y de la vida humana. El Creador se convirtió en uno de nosotros, perdonándonos no solo todos nuestros pecados al ponerlos sobre sí mismo, sino que nos dio también su propia justicia al convertirse en uno de nosotros. Él murió por nosotros, resucitó de los muertos por nosotros y vive eternamente por nosotros, atrayéndonos incansablemente a su nueva creación, dentro de la relación de amor que él comparte eternamente con el Padre y el Espíritu. El ser humano podrá vivir para siempre a causa de que el Creador se vistió de su creación y la redimió.
Las luces brillantes de la ciencia, que no son más que los descubrimientos humanos de lo que Dios ha creado, y el antiguo brillo del evangelio, que no es nada menos que la revelación del indescriptible amor de Dios por todos los seres humanos, ambos nos llevan a Jesús. Solo por medio de él venimos a estar frente a frente con el Creador, que no solo nos ama más de lo que hemos imaginado, sino más de lo que podemos imaginar. †
John Halford falleció el 21 de octubre de 2014 después de una batalla contra el cáncer. Su impacto en nuestra denominación fue enorme ya que trabajó en muchas capacidades diferentes hasta su fallecimiento. Para aquellos que lo conocieron, su recuerdo perdurará en su vida y su ejemplo vivirá aún más.
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Este artículo fue publicado en la Revista Odisea Cristiana No.50
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