En el Nuevo Testamento, se le nombra al patriarca Abraham como el Padre de la fe y tanto en la Carta a los Romanos como a la de los Hebreos, encontramos viarias características de este antepasado nuestro que ratifican el título de Padre de la fe. Veamos algunas de ellas:
El Señor le había dicho a Abram: «Deja tu patria y a tus parientes y a la familia de tu padre, y vete a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una gran nación; te bendeciré y te haré famoso, y serás una bendición para otros. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te traten con desprecio. Todas las familias de la tierra serán bendecidas por medio de ti» (Génesis 12:1-3) NTV
En esta declaración de las Escrituras se distinguen don verbos en modo imperativo: deja y vete. Esta es una orden dada directamente por Dios para un hombre que vivía en la opulencia, en la economía de primer mundo, como podemos decir ahora. Sin embargo, Abram no dudó en dejarlo todo para dirigirse a una aventura incierta ya que no sabía lo que le esperaba. La Escritura simplemente dice: “Entonces Abram se fue tal como el Señor le había dicho, y Lot se fue con él. Abram tenía setenta y cinco años cuando salió de Harán. Abram tomó a Sarai su mujer y a Lot su sobrino, y todas las posesiones que ellos habían acumulado y las personas que habían adquirido en Harán, y salieron para ir a la tierra de Canaán; y a la tierra de Canaán llegaron” (Génesis 12:4-5). NBLH
Este es un ejemplo de un hombre que puso toda su confianza en Dios; no le importaba el día de mañana ya que era Dios quien lo llevaba a través de caminos desconocidos, pero con un propósito bien definido: así son los planes de Dios.
Así también hoy a cada uno de nosotros Dios nos dice: “Deja de poner tu trabajo, tu familia, la búsqueda de la riqueza o bienestar en primer lugar en tu vida y ven y sígueme a la tierra que te mostraré. No te preocupes por el día de mañana ya que Yo Soy el que lo hago placentero para ti; sólo confía en mí”. Sólo hace falta creer, tener fe en quien sabe hacer las cosas con excelencia.
Pero ¿Por qué Abraham es el Padre de la fe?
Dios concedió a Abram el don de la paternidad a los 100 años y a su esposa Sara a los 90. Ellos estaban seguros de que no tendrían un segundo hijo; además, Dios le dijo a Abram que tendría tanta descendencia que no la podía contar. Pero un día Dios le dijo que le ofreciera a su único hijo, Isaac, en sacrificio (así como hacían las naciones paganas de alrededor). Abram no dudó porque le creía a Dios: de esa manera su creer le orilló a sólo confiar en Dios y no en sus capacidades. Este aspecto es importante para nosotros ya que nuestro Salvador nos dice lo mismo: “Sólo cree en Jesús y serás salvo” (Hechos 16:31). NVI
Dios hizo un pacto con Abram: «No temas, Abram. Yo soy tu escudo, y muy grande será tu recompensa.» Tu heredero será tu propio hijo. Luego el Señor lo llevó afuera y le dijo: —Mira hacia el cielo y cuenta las estrellas, a ver si puedes. ¡Así de numerosa será tu descendencia!
Abram creyó al Señor, y el Señor lo reconoció a él como justo. (Génesis 15:1-6) NVI
Este pacto lo hizo Dios antes de que Abram tuviera un hijo; por tanto este hecho es vital para nosotros ya que Abram era una persona que procedía del mundo corrupto de Ur de los caldeos, así como nosotros nos movemos en un mundo alienado de Dios.
Cuando Abram tuvo a su hijo y lo preparó para ofrecerlo en sacrificio, Dios permitió que un carnero muriera literalmente en lugar de Isaac (el prototipo del sacrificio vicario de Cristo); de esta manera Abram recibió a Isaac resucitado, como dice la Escritura: “Consideraba Abraham que Dios tiene poder hasta para resucitar a los muertos, y así, en sentido figurado, recobró a Isaac de entre los muertos”. (Hebreos 11:19) NVI. Pero lo más importante de este hecho es de que Dios nos muestra a Abram como un prototipo de nuestro Padre celestial, quien »…tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en él no es condenado, pero el que no cree ya está condenado por no haber creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios». (Juan 3:16-18) NVI
En esta declaración Dios nos vuelve a recordar que sólo hace falta creer, así como creyó Abram; a quien, después de confirmar el pacto, le cambió el nombre por el de Abraham, cuyo significado es: “Padre de muchos pueblos, o de multitud de naciones”
¿Y qué importancia tiene para nosotros que Dios le haya cambiado el nombre? El secreto está en la frase: «Todas las familias de la tierra serán bendecidas por medio de ti» (Génesis 12:3) NTV.
Generalmente identificamos en este pasaje a Jesucristo, como descendiente de Abraham en la carne, pero implícitamente, como representante vicario de toda la humanidad, todos quedamos incluidos en el Jesús humano y por tanto, descendientes de Abraham en la fe. El apóstol Pablo lo pudo identificar: “Abraham es padre de todos los que creen, aunque no hayan sido circuncidados, y a éstos se les toma en cuenta su fe como justicia. Y también es padre de aquellos que, además de haber sido circuncidados, siguen las huellas de nuestro padre Abraham, quien creyó cuando todavía era incircunciso. En efecto, no fue mediante la ley como Abraham y su descendencia recibieron la promesa de que él sería heredero del mundo, sino mediante la fe, la cual se le tomó en cuenta como justicia”. (Romanos 4:11-13)
Abraham es el padre de la fe porque sólo creyó y confió en Dios.
Cuando Dios le dijo a Abram: “Mira hacia el cielo y cuenta las estrellas, a ver si puedes. ¡Así de numerosa será tu descendencia!” (Génesis 15:6), le estaba diciendo también: tu descendencia no nada más será la que salga de tus lomos, sino también la mía, aquella que fue “destinada para ser santa y sin mancha delante de mí” (Efesios 1:4) porque creíste y confiaste en mi palabra.
Cuando Abram recibió a Isaac vivo, se regocijó en gran manera porque confirmó la promesa de que para Dios nada hay imposible y de una gran descendencia, lo cual confirmaba que lo que Dios comenzó en Ur de los caldeos, cuando lo llamó, lo iba a llevar hasta el fin.
Así también, cuando el Padre, nuestro Padre, recibió a Jesús, hombre, vivo, resucitado, en el cielo, se regocijó en grado sumo porque no era nada más Jesús quien llegaba al círculo familiar, sino éramos todos nosotros para cumplir el deseo de Jesús de ser uno con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Juan 17), establecido desde antes de la creación para ser santos y sin mancha delante de Él.
Aprendamos a ser verdaderos hijos de Abraham creyendo y confiando en quien tiene el control de nuestras vidas, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Rubén Ramírez Monteclaro