Por Michael Morrison
El apóstol Pedro escribió una carta a varias iglesias en áreas que ahora son parte de Turquía. Él los saluda como a los elegidos de Dios, extranjeros dispersos por el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, según el previo conocimiento de Dios el Padre, mediante la obra santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser redimidos por Su sangre (1 Pedro 1:1-2)
En ésta introducción Pedro menciona que los lectores son peregrinos en el mundo. Son espiritualmente diferentes a las personas que los rodean, y pudieran ser también diferentes étnicamente. Si ellos se sienten socialmente aislados e inseguros, las palabras de Pedro ayudarán: Dios los escogió desde hace mucho. Ellos no son un accidente y pueden sentirse seguros sabiendo que Dios tiene un plan para ellos.
En un sentido, Dios tiene previo conocimiento de todos, pero por razones que nosotros no entendemos plenamente, Él escoge a algunos para una relación especial. Éste escogimiento es hecho a través del Espíritu Santo y el propósito es que obedezcamos a Jesucristo y seamos limpiados por Su sacrificio.
Una herencia eterna
Pedro empieza con una doxología: ¡Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo! ¿La razón de ésta alabanza? Por Su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva (v. 3). La gracia de Dios nos ha dado un nuevo comienzo en la vida—una vida con confianza en el futuro, porque la resurrección de Jesús nos ha dado evidencia de que nosotros seremos también resucitados a la gloria por medio de Él.
Nuestro nuevo nacimiento también nos da una herencia indestructible, incontaminada e inmarchitable (v. 4). Debido a la persecución, los lectores no podían contar con una herencia en éste mundo, pero Pedro les promete una herencia aun mejor —reservada en un lugar mejor: Tal herencia está reservada en el cielo para ustedes, a quienes el poder de Dios protege mediante la fe hasta que llegue la salvación que se ha de revelar en los últimos tiempos (vv. 4-5). Dios nos protege y heredaremos Su gloria cuando venga nuestra salvación (el v. 9 describe la salvación como algo que ya estamos en proceso de recibir).
Pedro dice, esto es para ustedes motivo de gran alegría, a pesar de que hasta ahora han tenido que sufrir diversas pruebas por un tiempo (v. 6). Como peregrinos en el mundo, tenemos pruebas y persecuciones, pero podemos alegrarnos sabiendo que Dios tiene algo mucho mejor ya preparado para nosotros. Incluso si disfrutamos de muchas bendiciones en ésta vida, debemos enfocar nuestra esperanza en las realidades espirituales, en vez de la aprobación de la sociedad que nos rodea.
¿Por qué permite Dios éstas pruebas? Porque así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele (v. 7). Incluso el mejor oro perece eventualmente, porque no tendrá ningún valor para nosotros después que muramos. Pero el valor de la fe continúa para siempre, y trae mejores recompensas, por lo que ella es de mucho más valor que el oro.
Las pruebas pueden demostrar que nuestra fe es genuina—que damos más importancia a la vida futura que a la presente. Ésta clase de fe nos traerá alabanza, gloria y honor cuando Cristo regrese. Aunque ahora podamos ser menospreciados por causa de nuestra fe en Él, tendremos un honor eterno por causa de esa misma fe.
No hemos visto a Jesús personalmente, pero lo amamos y creemos en Él. Ésta fe nos llena con un gozo indescriptible y glorioso, pues (estamos) obteniendo la meta de (nuestra) fe, que es (nuestra) salvación (vv. 8-9). Nuestras dificultades no son dignas de comparación con el gozo indescriptible que Cristo nos está dando.
Éste mensaje de salvación no era una invención reciente—estaba ya predicho en el Antiguo Testamento, y los profetas… anunciaron la gracia reservada para ustedes (v. 10). Sin embargo, los profetas no entendían cómo ocurriría todo pero ellos querían descubrir a qué tiempo y a cuáles circunstancias se refería el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando testificó de antemano acerca de los sufrimientos de Cristo y de la gloria que vendría después de estos (v. 11). Ellos sabían que esa gloria vendría sólo después de los sufrimientos, pero no sabían cuándo ocurriría.
A ellos se les reveló que no se estaban sirviendo a sí mismos, sino que les servían a ustedes. Hablaban de las cosas que ahora les han anunciado los que les predicaron el evangelio por medio del Espíritu Santo enviado del cielo. Aun los mismos ángeles anhelan contemplar esas cosas (v. 12). Algunas de las profecías fueron para los propios días de los profetas, pero algunas eran para el tiempo de Cristo y los profetas se dieron cuenta de que ellos estaban escribiendo mensajes importantes para una generación futura. Y desde que Cristo ha sido revelado, las profecías pueden ser entendidas ahora más claramente.
Pedro está explicando aquí que el mensaje del evangelio tiene un valor tremendo. Si pensamos que somos pobres, estamos equivocados, porque el mensaje es precioso y nuestra fe es mejor que el oro y las promesas nunca perecerán.
Una vida santa
Ya que tenemos tal grandiosa recompensa, Pedro nos exhorta: pongan su esperanza completamente en la gracia que se les dará cuando se revele Jesucristo (v. 13). Dios ya nos ha mostrado Su gracia, pero Él tiene aun más para nosotros cuando Cristo regrese. Debemos fijar nuestra vista en eso, no en las cosas de éste mundo.
Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia (v. 14). Cuando venimos a confiar en Cristo, nuestro comportamiento debe cambiar. Cuando tenemos fe en las promesas que Dios nos ha dado, los placeres temporales del pecado pierden su atracción. Como hijos de Dios, imitamos a nuestro Padre celestial: Más bien sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: «Sean santos, porque yo soy santo» (vv. 15-16, cita de Lev. 11:44). Nuestra ética se basa en el carácter de Dios mismo.
Ya que invocan como Padre al que juzga con imparcialidad las obras de cada uno, vivan con temor reverente mientras sean peregrinos en éste mundo(v. 17). Debemos respetar y honrar a nuestro Padre, no a los estándares cambiantes a nuestro alrededor. ¿Por qué? Porque…
Como bien saben, ustedes fueron rescatados de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto (vv. 18-19). Los valores de éste mundo desaparecerán, pero nosotros fuimos comprados con algo de muchísimo más valor: la sangre de Cristo.
Cuando nos demos cuenta qué sacrificio hizo Jesús por nosotros, también empezaremos a entender qué recompensa tremenda nos espera, porque Jesús no pagó Su inmenso precio sólo para un beneficio pequeño. Cuando veamos el precio que fue pagado, valoraremos el resultado aun más, y eso nos anima a vivir vidas santas.
Ahora que se han purificado obedeciendo a la verdad y tienen un amor sincero por sus hermanos, ámense de todo corazón los unos a los otros. Pues ustedes han nacido de nuevo, no de simiente perecedera, sino de simiente imperecedera, mediante la palabra de Dios que vive y permanece (vv. 22-23). Nuestra nueva vida se basa en lo permanente, no en los placeres temporales. Así que obedecemos a la verdad y seguimos la forma de vida de Cristo—el amor.
¿Por qué? Porque todo mortal es como la hierba, y toda su gloria como la flor del campo; la hierba se seca y la flor se cae, pero la palabra del Señor permanece para siempre (vv. 24-25, cita de Isaías 40:6-8). Las cosas de éste mundo son temporales, pero las cosas de Dios permanecen para siempre y nosotros vivimos para la eternidad. Vemos nuestra identidad e importancia desde esa perspectiva, no desde los valores temporales de éste mundo.