Para los seres humanos que nos ha tocado vivir este tiempo de la historia, rodeados de tantos descubrimientos, adelantos científicos, ideologías que han tenido influencia poderosa en las mentes de los más destacados líderes mundiales; para los que vivimos la cotidianeidad plena en comunión con nuestros familiares y teniendo la vivencia de tantos aspectos que muchas veces “nos mueven el tapete” (expresión utilizada para dar a entender que nos sacan de ritmo e impactan nuestro diario vivir); en el fondo de nuestro corazón elevamos los ojos hacia arriba buscando en el cielo físico una respuesta y una esperanza que nos muestre un futuro confortante, queremos ver a Dios y enfrentarnos a Él en demanda de confort y de todo aquello que nos dé bienestar para pasar la vida sin que nada nos preocupe. Sin embargo, no andamos tan errados al dirigir nuestros ojos físicos hacia las alturas físicas ya que Dios puso en nuestro corazón ese anhelo de buscarlo porque desde el principio su propósito es y ha sido el de tener una relación más que íntima con Él.
Al dirigir nuestra mirada alrededor nuestro nos damos cuenta de que este mundo nada tiene de Dios al ver tanta maldad, ruindad y corrupción. Pudiéramos decir que nada tenemos de Dios y sin embargo en nuestra ruindad, lo buscamos. Quizá caro lector, al leer el título de esta reflexión me tilde de blasfemo, al querer igualarme con Dios; sin embargo, cuando leemos en las Sagradas Escrituras pasajes como: “Entonces Dios dijo: «Hagamos a los seres humanos a nuestra imagen, para que sean como nosotros”. (Génesis 1:26), (Todas las citas son tomadas de la Nueva Traducción Viviente) “Queridos amigos, ya somos hijos de Dios, pero él todavía no nos ha mostrado lo que seremos cuando Cristo venga; pero sí sabemos que seremos como él, porque lo veremos tal como él es”. (1 Juan 3:2) “Te pido que todos sean uno, así como tú y yo somos uno, es decir, como tú estás en mí, Padre, y yo estoy en ti. Y que ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”. (Juan 17:21); nos damos cuenta de que no estamos lejos de la verdad: Dios tiene puesto en su corazón en anhelo de vivir una relación más que de intimidad con los seres humanos. Así lo ha establecido desde el principio (Efesios 1:4) y ya lo ha llevado a cabo en Jesucristo.
Para establecer esa relación de intimidad con nosotros los humanos, Dios tuvo que convertirse en un ser humano y llevarnos a las más excelsas alturas pero no físicas, sino espirituales.
El título dice: “La divinidad del hombre”, pero también pudiera decir: “La humanidad de Dios”, emulando el título de una de las obras de Karl Barth, el teólogo trinitario contemporáneo
Partamos desde el principio: el propósito de Dios, al crear a los seres humanos fue, es y ha sido el de compartir la misma relación que viven el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, una relación que en nuestra limitación humana no captamos plenamente, sino que el mismo Espíritu nos lo va revelando; una relación de entrega, de apertura, de recibimiento, de fusión en UNO solo; y Dios así lo dispuso, aun antes de que el mundo existiera, para que todos nosotros pudiéramos gozarlo; nos lo dice en su Palabra: “Incluso antes de haber hecho el mundo, Dios nos amó y nos eligió en Cristo para que seamos santos e intachables a sus ojos. Dios decidió de antemano adoptarnos como miembros de su familia al acercarnos a sí mismo por medio de Jesucristo”. (Efesios 1:4-5); “Mediante su divino poder, Dios nos ha dado todo lo que necesitamos para llevar una vida de rectitud. Todo esto lo recibimos al llegar a conocer a aquel que nos llamó por medio de su maravillosa gloria y excelencia; y debido a su gloria y excelencia, nos ha dado grandes y preciosas promesas. Estas promesas hacen posible que ustedes participen de la naturaleza divina y escapen de la corrupción del mundo, causada por los deseos humanos”. (2 Pedro 1:3-4)
Como decía antes, la ruindad y corrupción de la naturaleza humana, producto del alejamiento de Dios, nos impide captar la bendición que tenemos en Cristo de participar de la divinidad de nuestro Dios, porque así lo dispuso desde el principio; no está en nuestras manos impedir ese propósito; Dios ya lo ha llevado a cabo en Cristo, ahora Dios es humano y nosotros somos partícipes de la misma naturaleza de Dios. Sólo necesitamos creerlo, pero creerlo de veras para poder gozarlo y vivirlo ya que es para siempre.
Mi intención es despertar en usted el anhelo de ver hacia adentro de sí mismo(a) ya que ahí está la misma naturaleza de Dios, ya que hemos sido creados, humanos, físicos; pero a su imagen y semejanza. Que la presencia del peor de los humanos no nuble nuestros ojos para que podamos ver en su interior la misma presencia de Dios, como a través de una lente sucia que necesita ser lavada y limpiada para poder ver claramente. Dispóngase a limpiarla con la sangre de Cristo Jesús, quien siendo Dios, se hizo humano para adoptar a toda la humanidad y llevarla a las alturas (no físicas) espirituales, donde vive y reina Dios; ahí tenemos todos un lugar. ¿Le gustaría estar ahí? Dios mismo nos dice como: “Cree en el Señor Jesús y serás salvo”. (Hechos 16:31). De todos modos, aunque no lo crea, usted tiene un lugar ahí porque fue concebido desde antes de que el mundo existiera para ser uno con Dios.
Dice la Escritura que: “…nada podrá jamás separarnos del amor de Dios. Ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni demonios, ni nuestros temores de hoy ni nuestras preocupaciones de mañana. Ni siquiera los poderes del infierno pueden separarnos del amor de Dios. Ningún poder en las alturas ni en las profundidades, de hecho, nada en toda la creación podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está revelado en Cristo Jesús nuestro Señor”. (Romanos 8:38-39)
¿Acaso no le emociona todo esto que nos revela el mismo Dios?
Si la respuesta es afirmativa, lo conmino a que se vuelva a Dios y crea firmemente ya que “La gente no vive sólo de pan, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4) y la vida que Dios nos da es VIDA, la vida por excelencia, y es para siempre.
Rubén Ramírez Monteclaro