El ser humano, en una visión teológico-cristiana, aparece como una figura sumamente compleja. En esta visión se enlazan en unitaria totalidad, bajo la dirección dominante del espíritu, los extremos más distantes.
A la persona que se interpreta a sí misma le produce tal dificultad contemplar reunidos en armonía elementos tan opuestos, que siempre se inclina a desligar la parte del todo y a considerarlo absoluto, bien lo espiritual, lo corporal, lo colectivo, la libertad, la dependencia, etc. Unilateralismo que origina una imagen parcial del ser humano, espiritualista o liberal, materialista o colectivista. Con semejantes concepciones, los observadores tienen a mano, en todo caso, las distintas partes, pero les falta el vínculo que las enlaza.
Si intentamos describir el todo, tal como se le presenta al teólogo cristiano, debemos hacerlo parte por parte, de tal modo que lo dicho de cada una de ellas deba hacer siempre referencia, como complemento a la inmediata. Vamos, por lo tanto, a interrogar a la REVELACIÓN contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y con ello nos instalaremos en el centro mismo de la cuestión.
La libertad humana
El Logos del prólogo del Evangelio de Juan, el Verbo que se hizo carne, Jesucristo, nos va a servir de orientación. Dios en la figura de un hombre, y de un hombre pobre y débil, hizo acto de presencia en la historia. Esto significa, entre otras cosas, una afirmación del ser humano hecha por Dios, y del hombre concreto, individual y singular. Un hacer histórico de Dios que, con toda seguridad, se dirige a la salvación de lo que se había perdido. Su entrada en la historia del ser humano es también una prueba de la condición caída de este.
Todo está puesto a su servicio; Dios mismo, incluso le sirve; Él mismo dijo: “no he venido a ser servido, sino a servir”
Precisamente, con tal dispendio que Dios hace por el ser humano perdido, queda de manifiesto su rango divino y tiene por lo tanto, un evidente valor el que Dios efectúe, por esta causa, una generosidad tan incomprensible.
El plan eterno para el mundo, tal como lo ha hecho Dios, y como subraya una observación del apóstol Pablo, gira alrededor del hombre redimido. Pablo, precisamente, habla de un plan divino eterno en cuyo centro se halla situado el ser humano. Alrededor del ser humano, en cierto sentido, se mueve todo en el cielo y en la tierra. Él es la piedra angular de la creación y de la historia. Su existencia, su verdadera y propia existencia, no puede ser sacrificada a nadie, a ninguna ciudad o gobierno, a ningún progreso científico o técnico. Al contrario todo está puesto a su servicio; Dios mismo, incluso le sirve; Él mismo dijo: “no he venido a ser servido, sino a servir” (Mateo 20:28).
El ser humano es llamado a ser señor de toda la creación. Este es el regalo que Dios le da, y al mismo tiempo su tarea.
¿Cómo puede Dios, según el testimonio de las Sagradas Escrituras, tener tan elevada opinión del ser humano y de este caído? Las mismas Escrituras nos dan una respuesta muy concreta.
Según el Génesis, primer libro del Pentateuco, el ser humano es imagen de Dios, fenómeno de Dios en la creación, una medida finita de Dios mismo. La imagen de Dios se encuentra, por tanto, en todos los seres humanos. Y todo ser humano que se contemple así mismo de un modo exacto y que contemple a los demás, ve en sí y en los otros la magnificencia de Dios.
Esa verdad la expresa el Salmo 8 de la siguiente forma: “Pues lo hiciste poco menos que un dios, y lo coronaste de gloria y de honra” (Biblia Nueva Versión Internacional, 1984).
Pero ¿en dónde radica esta semejanza de los seres humanos con Dios? Según la descripción que hace el Génesis, esta semejanza radica en su libertad, en su situación soberana dentro del mundo. El ser humano es llamado a ser señor de toda la creación. Este es el regalo que Dios le da, y al mismo tiempo su tarea. Y Dios se la ha formulado de modo indicativo y de modo imperativo: “Tú eres el señor del mundo”; “Sé el señor del mundo” (Génesis 1:26-28).
El ser humano participa de la sobe- rana majestad en la superioridad ante el mundo, propia de Dios. Dios libre creó al hombre libre. Dios ama la libertad. Y esta es un rasgo general y decisivo en la imagen de la revelación del ser humano. Precisamente se nos manifiesta con profundidad en aquella hora crítica y trágica en que Cristo muere.
Dios ha entrado en la historia humana para salvar a la humanidad, pero no obliga a nadie a aceptar esta salvación. Incluso acepta el fracaso de su intento por la oposición del ser humano necesitado de salvación, que orgullosamente puede rechazarla. En otras palabras: la salvación no se impone prescindiendo de la libertad humana.
De este modo queda expresado el más grande respeto ante el ser humano libre. Aún aquellos que en los testimonios contenidos en las Escrituras sobre el hombre no vean un espejo de la realidad, sino tan solo un mito, tendrán que reconocer que se trata de un elevado mito de la libertad y dignidad humana. El teólogo cristiano es consciente de la suprema afirmación de la realidad humana, y de que Dios crea y garantiza su libertad. ◊