Yo no podía creer lo que dos hombres estaban diciendo en la sala de espera del doctor:
–“Bueno, yo solía ir a aquella iglesia, pero probablemente hayas oído lo que sucedió allí. Ahora voy a una pequeña iglesia. No somos muchos, pero conoces a todos y a cada uno”.
–“Sí, oí sobre ese pastor. Es terrible que un hombre que se llama a sí mismo de Dios actúe así contra una joven en su congregación”.
–“Debía estar muerto”, asentían los dos.
¿Te has sentido así alguna vez sobre las personas que abusan de su autoridad? Yo sí, lo admito. Los llamo hipócritas untosos, y aún peor que eso. ¿Cómo pueden mirarse al espejo y llamarse a sí mismos cristianos?
Debemos de alegrarnos de que Dios no responda contra el mal como lo hacemos nosotros. Cuando pecamos queremos misericordia y gracia, no justicia. Sin duda no queremos ser muertos.
El fruto del Espíritu de Dios es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y control propio (Gálatas 5:22-23). Podemos estar eternamente agradecidos que él nos trata así y no en la forma que nosotros queremos tratar a otros a veces.
Jesús dijo en Lucas 6:37-38: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir”.
Hace pocos meses mi ordenador portátil despertó a mi esposo con un sonido chirriante y agudo. El día siguiente fuimos a una ciudad a unos cuarenta kilómetros y compramos un nuevo ordenador. Lo dejé con ellos para que transfiriesen mis archivos y le borraran muchos de los programas basura preinstalados para ahorrarme el disgusto.
Al día siguiente regresamos para recoger el ordenador. Cuando llegamos a casa traté de acceder a mis archivos pero no pude abrirlos. Tuvimos que regresar de nuevo. Ya eran 120 kilómetros los que habíamos conducido. Los técnicos admitieron que se habían olvidado de instalar algunos componentes y necesitarían volver a instalarlo todo de nuevo, incluyendo mis archivos, y que tardarían un par de horas.
¡Otro par de horas! Decidimos ir a almorzar. Encontramos un bar tranquilo en una esquina de la calle, pero llegaron varios personajes rudos y se sentaron al lado de nuestra mesa. Pensé: “Oh no, ¿por qué tuvieron que sentarse a nuestro lado? Me preparé para malos modos, obscenidades, cantidad de jaleo y desconsideración.
Mi esposo y yo continuamos hablando y después de unos pocos minutos me di cuenta que el grupo de “ruditos” estaban sentados en su mesa, conversando en un tono normal y con su comida frente a ellos pero no estaban comiendo.
Luego, cuando entró otro hombre y se unió a ellos, inclinaron sus cabezas y le pidieron a Dios que bendijese su comida. ¡Los había juzgado mal! No me malentiendan, tenemos que hacer algunos juicios sobre las personas y tener cuidado, de otra forma ni nosotros ni nuestras familias estarían seguras. Hay muchas personas sin escrúpulos ahí afuera. Pero Jesús no está hablando sobre esa clase de juicios, está hablando de condenar a las personas. Por ejemplo, cuando levantamos falso testimonio, condenamos, difamamos o desacreditamos a otras personas a sus espaldas, presuponemos lo peor de ellas, o guardamos rencor contra ellas en nuestros corazones, ese es el tipo de cosas sobre las que Jesús estaba hablando.
Alguna vez probablemente todos hemos herido a alguien con nuestras críticas, y probablemente todos hemos sufrido por causa de ellas. Hay palabras que hieren. Pero nuestro Salvador nos ha perdonado todo lo que hayamos hecho. Podemos descansar en ese perdón, libres de la necesidad de condenar a aquellos que nos han herido. Podemos perdonar a otros porque Dios nos ha perdonado. Jesús dijo que no vino a condenar a los pecadores sino a salvarlos (Juan 3:17). Y Jesús vive en nosotros. De hecho, Pablo dice que él es nuestra vida (Colosenses 3:1-4). Seguros en sus brazos amorosos podemos perdonar a otros así como Dios nos ha perdonado por su amor (Efesios 5:1).
Perdoné a los técnicos que me causaron toda esa irritación, y ellos me dieron un bono de descuento de 50 dólares por el problema causado. No pagaba el estrés y la frustración que me causaron, pero cubría casi el gasto del combustible. Además, si no hubiese sido por ellos nunca hubiera tenido la oportunidad de juzgar erróneamente a aquellos rudos en apariencia que me recordaron que tenía que agradecer a Dios que es el juez definitivo de todos nosotros. ◊