Por el largo y alfombrado corredor, cruzando entremedias de la fila formada por la escolta de guardia, inmutables en su posición de firmes, corría el pequeño niño. Raudo cruzó la antesala entre las secretarias que ni siquiera se preocuparon por su presencia.
Abrió la enorme puerta y entró en el salón donde un grupo de hombres, en trajes impecables, se encontraban sumidos en una profunda conversación. El pequeño, también cruzó entre ellos, incluyendo a un honorable jefe de estado que, con mesurada voz, se dirigía al hombre sentado detrás del escritorio.
El niño corrió detrás de éste y tiró de la manga del hombre que allí se encontraba sentado. Éste volviéndose hacia el pequeño, esbozó una sonrisa de alegría y lo tomó en sus brazos colmándole de besos y abrazos.
Era éste un acontecimiento que ya se había tornado en un ritual diario.
El nombre del niño era John-John y había venido a ver a su padre, el presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy. El presidente había dado a su pequeño hijo pleno acceso a la oficina principal de la Casa Blanca.
Esta es la relación que existía entre el hombre más poderoso de la tierra y su hijo. Y esa misma relación es la que nuestro Padre celestial nos ofrece a todos nosotros. Puesto que aquellos que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos suyos, «habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Romanos 8:15-16).
¡Qué realidad tan maravillosa! Por virtud de haber nacido de nuevo, nuestra relación con Dios se convierte en una relación de Padre-hijo. Tenemos la oportunidad de conocer a Dios en una manera maravillosa, en una manera personal. Llega a ser tan personal que nos podemos dirigir a él llamándole «Abba», que en arameo es una forma especialmente afectuosa de dirigirse a un padre.
Dios quiere que nuestra relación con él sea una relación de amor, de afecto y de alegría. Y él lo hace posible.
Todos hemos venido a Dios cuando nos encontramos esclavizados por el pecado (Gálatas 4:3), pero «cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos. Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama ¡Abba, Padre!» (vers. 4-6).
«Y todo esto proviene de Dios quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo» (2 Corintios 5:18). Ahora podemos acercarnos al Padre con alabanzas, amor y adoración, puesto que «cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Juan 3:1). ¡Y eso es lo que somos!
El perdón de Dios y la reconciliación son dones, no otorgados porque seamos buenos o le hayamos agradado, sino porque él es misericordioso y se alegra al darnos sus más preciados dones (Efesios 2:5-8). Por medio de la sangre de Jesús ahora tenemos acceso al Padre (Hebreos 10:19). Él siempre está listo, siempre está dispuesto a escuchar nuestras oraciones.
Para Dios tú eres un ser especial. Él se preocupa por ti y tiene misericordia al contestarte (Salmos 34:15-19). Él es confiable, totalmente dispuesto a cumplir sus promesas (Romanos 4:21). Por tanto, despójate de tu ansiedad acerca de él, puesto que sabes que él se preocupa por ti (1 Pedro 5:7). ¡Qué alegría, tranquilidad y descanso todo esto nos concede!
¡Cuán bendecidos somos al tener un Padre tan amoroso, confiable, responsable y misericordioso! ¡Corramos inmediatamente hacia él! ¡Él nos está esperando! Está esperando que le gritemos ¡Abba, Padre!