¡Papi! ¡Te quiero mucho!
Por Rubén Ramírez Monteclaro «Cuando el niño vio llegar a su papá, corrió con tanto gusto a su encuentro abriendo sus brazos; sus ojos tenían un brillo especial, el brillo que produce una relación de amor entre padre e hijo, una relación de intimidad, confianza y seguridad que sólo se puede lograr en el marco del amor y con lazos que difícilmente se pueden disolver. El padre siente la fuerza de esos pequeños brazos a su alrededor y corresponde con un abrazo mayor, formando así un toldo protector donde el hijo se siente seguro: el único lugar donde está más a gusto».
Quiero hacer énfasis en esa relación de amor, deteniéndonos un instante a observar la escena: el niño va a su padre con una fuerza que sólo la produce el deseo de sentir más íntimamente la presencia de su progenitor, su contacto físico y emocional ¡una necesidad de sentirse amado y corresponder a ese amor! El padre espera el momento de hacer contacto con una sonrisa de amor y deseos de sentir ese cuerpecito pegado al suyo para brindarle la protección de sus brazos más grandes y fuertes.
¡Cuánta confianza, cuánta intimidad, cuánto amor podemos ver en la escena!
Una escena que nos muestra la expresión máxima del amor de dos seres que se conocen, que han convivido juntos y han gozado momentos inolvidables.
Si esa escena nos emociona y nos hace añorar poder y querer vivir una relación así con nuestros padres humanos, que nos inspira a deleitarnos en el amor familiar, es precisamente así como Dios quiere que nos sintamos con Él: Nuestro Padre.
Dios, en la persona de Jesús vino a este mundo a revelarnos al Padre Celestial ¡Nuestro Padre! Y a revelarnos también la forma cómo se debe vivir una relación de amor e intimidad con Él.
Dios quiere que vivamos la emoción que vive un niño cuando ve venir a su papá y corre a su encuentro.
En la vida de Jesús encontramos testimonios de la relación con Su Padre en forma por demás familiar; sin embargo, tal vez porque así nos enseñaron, vemos a Dios bastante lejos de nosotros porque Él es el Gran Creador del Universo y nosotros somos simples mortales, pecadores, indignos hasta de levantar la mirada hacia Sus ojos; además, ya somos adultos enajenados por lo que vivimos a diario en este mundo.
Jesucristo nos sorprende, como sorprendió a la gente de su tiempo, cuando nos ofrece una nueva manera de compartir al Padre: “Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba! ¡Padre!»” (Gálatas 4:6). (Nueva Versión Internacional en todo el texto)
No sé por qué algunas versiones de la Biblia no traducen la palabra Abba, cuyo significado más profundo es: papá, papi, papacito, tiene una semántica de familiaridad, de intimidad; pero gracias al Espíritu Santo que nos ha hecho comprender la forma en que Jesús se dirigió a Su Padre, con esa familiaridad de papi, tal como un niño se dirige a su padre humano.
Resulta significativo en este punto recordar que Jesús nos dice a través de Su Santa Palabra que “a menos que ustedes… se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos”. (Mateo 18:3) y “Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos” (Mateo 19:14) (Énfasis mío)
Esta relación de intimidad es realmente edificante y significativa, nos hace ver a Nuestro Padre Dios tan cercano a nosotros como un padre o madre humanos. Jesús vino a revelarnos al Padre ¡de esa manera!
Durante toda su vida humana Jesús mantuvo una relación de intimidad con Su Padre, de categoría Abba.
Este aspecto de la revelación de Dios a nosotros resulta tal vez inaceptable porque tenemos una idea e imagen de un Dios grande, alejado de nosotros, inalcanzable, solo venerado allá en un mundo aparte, espiritual, donde a los humanos se nos impide entrar, tal vez por el sentimiento de culpa de haber ofendido a Dios; pero el amor que Dios nos ofrece es de naturaleza Abba, de intimidad familiar, enteramente cercano a nosotros.
Al poner en nosotros el Espíritu del Hijo (Gálatas 4:6), nos hace vivir una relación de papi a hijo niño. Es necesario que entendamos que, a pesar de ser adultos, Dios quiere que seamos los niños que anhelan el abrazo, el contacto directo, la confianza, la protección, la seguridad que dan los brazos de papi, ¡Nuestro papi celestial!
Cabe aclarar que el amor que una madre prodiga a sus hijos es también un amor de categoría Abba, pues Dios nos hizo a Su imagen y semejanza y Él no tiene género. Lo mismo siente un niño en los brazos de su padre que en los de su madre.
Los invito a ponernos en el lugar de un niño que añora estar descansando en los brazos de su padre, muy cerca físicamente de su corazón e íntimamente en Él.
Abandonémonos en el regazo de nuestro Padre Celestial y descansemos en sus brazos fuertes que nos defienden de lo que pudiera hacernos daño.
Anhelemos ser esos niños que con toda la confianza que nos da el amor Abba, corramos al encuentro de Nuestro Padre que viene a nosotros con el más grande deseo de prodigarnos su amor, su cuidado, su protección “como reúne la gallina a sus pollitos debajo sus alas” (Lucas 13:34).
Rubén Ramírez Monteclaro, es miembro de la Iglesia de Dios Mundial en México.
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