Nada nos puede preparar para una noticia tan devastadora como la pérdida de un ser amado.
Por Eleana Molina
No recuerdo haber pasado jamás por un dolor tan grande, o por momentos de incertidumbre tan profundos como los que me han azotado con la muerte de mi madre. Como dijo C.S. Lewis después del fallecimiento de su amada esposa: “Nadie me advirtió que el sufrimiento se sentiría tanto como el temor. No tengo temor, pero la sensación es como el miedo”. [C.S. Lewis, A Grief Observed]
Nada nos puede preparar para una noticia tan devastadora como la pérdida de un ser amado. Sólo aquellos que han vivido experiencias similares lo pueden entender.
Las horas previas a la muerte de mi madre fueron las más duras. Dos acontecimientos venían a menudo a mi mente. El uno, las hermanas de Lázaro esperando que Jesús regresara y sanara a su hermano. El otro, el Rey David implorando a Dios por la sanidad de su hijo. Al uno lo resucitó de los muertos; al otro no le permitió vivir. Muchos dirán, “Pero el hijo de David era fruto de una relación pecaminosa”. Pero, ¿No somos todos de una manera u otra también pecadores?
Cuántas oraciones, cuántas lágrimas, cuánto pedirle a Dios “Hágase Tu Voluntad” cuando lo que en realidad deseaba era que Dios me concediera el deseo de mantener viva a mi madre, o al menos permitirme llegar y verla viva por última vez. ¿Por qué fue la voluntad de Dios diferente? Estos son interrogantes para los que quizá no tenga respuesta mientras viva en este cuerpo físico.
Después de la muerte de su hijo, David se levantó, cambió sus ropas y alabó a Dios. Sus sirvientes se sorprendieron de su reacción, y les respondió “Mientras el niño estuvo vivo, ayuné y lloré. Pensé, “¿Quién sabe? Tal vez el Señor tenga compasión de mí y permita que mi hijo viva. Pero ahora que está muerto, para qué rogar más. ¿Acaso lo puedo volver a la vida? Yo iré a él, pero él no vendrá a mí” 2 Samuel 13:15-23.
¡Oh, cuánto quisiera ver a mi madre en esta tierra de nuevo! Pero Dios en su designio inescrutable ha tenido un propósito diferente. No lo puedo cambiar, pero lo respeto. En medio de mi dolor alabo su infinita misericordia, bendigo sus caminos y obedezco su voluntad.
En la introducción de su libro “Entre el Martirio y la Persecución”, mi madre escribió: “Es fácil comprender…el dolor, la persecución y la muerte [de los mártires en Cristo]. Con la sonrisa en los labios consideraron el martirio como un privilegio envidiable…En grupos y entonando salmos avanzaban los cristianos al encuentro de las fieras, la hoguera, la espada, y sus voces puras se hicieron oír por todo el mundo…Con el correr de los siglos han cambiado muchas cosas, pero la raza de los mártires no se acaba. Vidas gloriosas, como canales que brotan de un inmenso manantial”.
Así fue también la vida de mi madre. Si bien no murió en persecución, su pasión por el Evangelio de Jesucristo la colocada en la lista de esos y hombres y mujeres que sintieron el llamado a la prédica del Evangelio. Mi madre utilizó todos los medios de comunicación, seculares o religiosos, que tuvo a su alcance para compartir la obra redentora de Jesucristo.
Mi madre ha muerto, pero el amor que nos prodigó no será jamás olvidado. Su legado continúa a través de las muchas vidas que influyó con su pasión por la vida de Jesucristo y la gloria de su resurrección.
¡Hasta que nos volvamos a ver, madre mía! ◊
Este artículo fue publicado en la Revista Odisea Cristiana No. 48
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