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En el principio, cuando no existía lo que conocemos como la materia, el universo y todo cuanto nuestros ojos captan; Dios, que es eterno, decidió crear a los seres humanos uno a uno, de tal forma que a partir de ese instante estableció una relación directa, íntima y única del ser humano con su Creador, Santo, Puro y Todopoderoso, una relación increíble para la mente humana y que trasciende nuestra realidad: “Incluso antes de haber hecho el mundo, Dios nos amó y nos eligió en Cristo para que seamos santos e intachables a sus ojos”. (Efesios 1:4)
Santos y sin mancha porque Él es santo y sin mancha. Es un gran privilegio poder compartir con el Creador de todo cuanto existe en una relación santa, sin mancha y a la vez, personal e íntima, gracias a que Él mismo se hizo humano en la persona de Cristo para que todos nosotros pudiéramos gozar de esa comunión con la que Dios mismo cumple su plan desde el principio: vernos cara a cara y fundidos en un solo ser.
Esto sobrepasa nuestro entendimiento y a la vez resulta ilógico a nuestros ojos; pero no a los ojos de Dios. Ese es el regalo más grande que puede ambicionar el hombre: equipararse y fundirse con el gran Dios de todo cuanto existe, visible e invisible.
Obviamente que la realidad que vemos y vivimos hoy en día no tiene nada de santa; sin embargo, Cristo ha hecho una obra de sanación tan grande que ha abarcado a toda la humanidad: hemos sido sanados total y plenamente. Ese ha sido el deseo de Dios desde el principio y se constituye en una realidad, lo creamos o no.
Desde el Antiguo Testamente nos ha venido diciendo que solo piensa en nuestro bienestar físico, emocional y espiritual cuando, a través del profeta Jeremías nos da palabras de aliento y esperanza aun sumergidos en la tristeza de la tribulación, de la desesperanza, de la depresión y la desesperación: “Pues yo sé los planes que tengo para ustedes —dice el Señor—. Son planes para lo bueno y no para lo malo, para darles un futuro y una esperanza”. (Jeremías 29:11)
Y aunque en primer plano esta declaración estuvo dirigida a su pueblo que había tocado fondo en el pecado, experimentando la dolorosa deportación a una tierra que no era la que Dios les había entregado, rica y fértil; como Él es el mismo ayer, hoy y por siempre, esos deseos fueron los mismos para Adán y Eva y son los mismos para nosotros que formamos parte de una humanidad redimida y perdonada, sanada total y plenamente.
Al declararnos nuestro origen santo y sin mancha, Dios nos asegura que en Cristo seamos una humanidad santa y sin mancha: sanada total y plenamente.
Dios nos ha creado trinos, como Él. Somos cuerpo, alma y espíritu; así que en Cristo nos ha sanado espiritual, emocional, mental y físicamente; si no es así, ¿Cómo hemos de entender a un Cristo resucitado todo humano y todo eterno? Ese cuerpo humano ya no se deteriora con el paso del tiempo, ese cuerpo es para siempre.
Cristo es la imagen, o mejor dicho, la realidad que Dios nos ha prometido desde el principio; por eso entendemos la declaración del apóstol Juan, cuando en su carta dirigida en primer término a Gayo, nos dice:
“Querido amigo, espero que te encuentres bien, y que estés tan saludable en cuerpo así como eres fuerte en espíritu”. (3 Juan 2).
El apóstol Juan escribe el deseo de sanidad física tal como es la sanidad espiritual, porque entendemos que Gayo es un cristiano en comunión con Dios. Al haber sanidad física y espiritual, por lógica, la hay mental y emocional, aspectos que pertenecen al alma humana.
Y es que la sanidad total tiene lugar con la santidad que sólo Dios nos da.
“Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados”. (Isaías 53:4-5)
La obra de Cristo en la cruz tiene mucho que decirnos acerca de la sanidad: “Él mismo, en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados, para que muramos al pecado y vivamos para la justicia. Por sus heridas ustedes han sido sanados”. (1 Pedro 2:24)
Ni el profeta Isaías, ni el apóstol Pedro hacen distinción entre las enfermedades del alma y del cuerpo, las enuncian como un solo tipo; veamos, el apóstol habla de pecados y de sanidad en el cuerpo de Cristo y el profeta habla de enfermedades y dolores, junto con rebeliones e iniquidades, todo sanado por las heridas del cuerpo de Cristo, lo que nos lleva a reafirmar que el ser es uno: cuerpo, alma y espíritu.
La obra de Cristo (encarnación, vida, muerte, resurrección y ascensión) es una obra total de sanación triuna: del cuerpo, del alma y del espíritu, traducida como santidad. Los apóstoles Pablo y Pedro llaman santos a todos los cristianos en la salutación de sus cartas porque desde el principio Dios nos declaró santos y sin mancha en Cristo.
Para reafirmar lo expuesto hasta este momento, quiero citar la única Escritura donde Jesús, haciendo uso de su naturaleza divina, nos expresa la sanidad como santidad, teniendo frente a Él un caso de enfermedad física: Mateo 9:2; Marcos 2:5 y Lucas 5:20, traen a la luz la famosa frase de: «¡Ánimo, hijo mío! Tus pecados son perdonados», cuando los amigos del paralítico lo llevan ante Jesús para que lo sanara del cuerpo, sin embargo Jesús lo sana TOTALMENTE al declarar: “Tus pecados son perdonados”, porque para Dios la salud del alma es la más importante, el cuerpo será glorificado, así que no importa si está enfermo o le falta algún miembro, pero el alma es la misma esencia ontológica del hombre. Al final, para no dejar duda alguna, para los que sólo ven con los ojos del cuerpo y no con los del alma, Cristo reafirma: “Entonces Jesús miró al paralítico y dijo: «¡Ponte de pie, toma tu camilla y vete a tu casa!» (Mateo 9:6)
Si usted cree en Jesús, entonces es un cristiano; y si es un cristiano es por la gracia de Dios, tal como Jesús mismo le dice en Juan 6:44: “Pues nadie puede venir a mí a menos que me lo traiga el Padre, que me envió, y yo lo resucitaré en el día final”. La última declaración es una póliza de seguro de vida eterna, porque, así como Jesús resucitó a la vida eterna con un cuerpo humano inmortal y glorificado; Él nos ha prometido resucitarnos también de la misma forma como Él vive y es hoy, y se encuentra sentado a la derecha del Padre compartiendo el poder y la majestad de quien es el único y Todopoderoso Dios del universo.
Así que si usted le ha pedido a Dios que lo sane de alguna enfermedad, tal vez reciba como respuesta la sanidad del cuerpo; pero no olvide que lo más importante para Él es la sanidad total. Si algún ser querido ha muerto por causa de una enfermedad y usted le pidió a Dios que lo sanara; tenga la seguridad de que, en el día final, Cristo lo traerá a la vida con un cuerpo libre de enfermedades e imperfecciones para vivir juntos una vida eterna llenos de Dios y en perfecta armonía y comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
No olvide que a Dios le importa usted todo entero (cuerpo, alma y espíritu); así que si ha escuchado o está seguro de que sus pecados han sido perdonados; entonces usted tiene vida eterna y la seguridad de que en el día final gozará de un cuerpo humano glorificado y eterno para vivir en plena alabanza con el Padre, el hijo y el Espíritu Santo.
De esa manera Dios habrá llevado a su culminación el plan que estableció desde el principio cuando usted fue concebido(a) “santo(a) y sin mancha delante de Él en Cristo”: Ser un solo ser en plena pericoresis con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¡Aleluya!
Rubén Ramírez Monteclaro es profesor de Educación Primaria y Secundaria y Pastor Regional de Comunión de Gracia Internacional en Veracruz, México.