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DESDE que Daniel recordara, había querido vivir en el campo. Siempre que el papá llevaba a la familia a dar un paseo por el campo, o iban a un picnic el domingo, Daniel preguntaba:
-¿Por qué tenemos que vivir encerrados en un departamento en la ciudad? Me gustaría tener un caballo y una vaca y… y…
-¡Y una casita en un árbol!- terminaba generalmente el papá por él-. Yo sé, hijo. Algún día nos mudaremos al campo y tú tendrás todas esas cosas.
Daniel esperó, y esperó. Parecía que nunca saldrían de la ciudad. Entonces, un domingo, Daniel notó una expresión desacostumbrada en el rostro de su padre.
-Hijo, iremos a dar un paseo después del almuerzo. Mamá y yo tenemos algo que mostrarte -dijo el padre.
Daniel no se hizo rogar, pero no pudo entender el porqué de las sonrisas y miradas misteriosas que se cruzaban entre sus padres a la hora del almuerzo. Cuando la familia se acomodó en el automóvil y el papá entró en la carretera, Daniel estaba más perplejo que nunca. La mamá puso la mano sobre la suya y le dijo:
-Esperamos que te guste la sorpresa.
El papá condujo por la carretera durante unos veinte minutos, luego tomó una salida que llevaba a un camino mucho más angosto, que corría frente a hermosas casas, con amplios patios cubiertos de césped. Luego cruzaron entre suaves colinas, salpicadas aquí y allá de hermosos robles.
-¡Qué lugar para una casita en un árbol! -pensó Daniel en voz alta cuando atravesaban esa zona.
Pronto llegaron a un pueblecito, y luego a las granjas y las casas de las granjas.
-¡Miren esta casa! -dijo el papá en tono de sorpresa al conducir el automóvil por uno de los caminos de entrada-. Parece estar desocupada.
-¡Es un lugar muy bonito! -dijo sonriendo la madre-. Me gusta la casa blanca con las persianas verdes en las ventanas.
-A mí me gusta el árbol grande que está junto al galpón -dijo Daniel. Casi fue la primera cosa que notó-. Estoy seguro de que me gustaría vivir aquí. ¿Por qué no nos mudamos a esta casa, papá?
Y Daniel miró primero al papá y luego a la mamá.
-Bueno, hijo -respondió el papá hablando en su forma habitual, muy lentamente-. Eso es precisamente lo que haremos si te gusta el lugar.
Al principio Daniel no podía hablar. No estaba seguro de haber oído bien.
-¿Quieres decir… quieres decir que podemos mudarnos aquí?
-Sí, señor, ya he hecho algunos arreglos.
-¡Hurra! -dijo Daniel y echó a correr para explorar el maravilloso lugar.
Ahí cerca había vecinos, y Daniel vio a dos muchachos de su edad que jugaban en una casita que estaba construida en un árbol, cerca del galpón… una casita en un árbol casi como la que él tan a menudo había soñado tener.
Cuando la familia se mudó a la granja, Daniel no tardó en hacerse amigo de los muchachos vecinos, José y Donaldo. Los tres pasaron momentos maravillosos jugando juntos en la casita del árbol. Y hasta hicieron planes de añadirle alguna pieza más.
-¿Por qué no hacemos fuego aquí en la casita del árbol? -sugirió José-. ¿Ven ese caño de plástico? Podíamos ponerlo en el techo y jugar a que es una chimenea. Y podemos hacer el fuego en una lata.
-No creo que debiéramos hacerlo -anunció Daniel sacudiendo la cabeza-. Es peligroso jugar con fuego. Yo no debo jugar con fósforos.
-Tus padres no lo sabrán -añadió José.
Daniel sabía que, desde su casa, la mamá no podía ver la casita del árbol que estaba en el patio de José y Donaldo. Si hacían fuego en una lata, no sería peligroso.
Daniel encontró una lata como de cuatro litros. Donaldo consiguió los fósforos, mientras que José juntó ramitas, hojas y hierbas secas. Entonces los muchachos se subieron al árbol, y se sentaron en derredor de la lata llena de ramitas, hojas y hierba. Donaldo encendió un fósforo, pero se apagó. .José encendió otro, y también se apagó. Entonces Daniel encendió dos fósforos a la vez y los aplicó a las hojas que estaban en la lata. Inmediatamente se produjo una bocanada de humo y salió una llamarada. Antes de que los muchachos se dieran cuenta, la casita del árbol se había incendiado.
-,¿Qué haremos? -preguntó Daniel mirando a su alrededor en procura de ayuda. ¡Cuánto deseaba no haber accedido a jugar con fuego! Los tres muchachos estaban tan aterrorizados que ni siquiera atinaron a bajar del árbol, hasta que alguien los llamó.
-¡Muchachos! ¡Salgan de ahí!
Entonces los muchachos vieron al hermano mayor de José y Donaldo que corría hacia el árbol con una manguera de la cual brotaba agua.
Los aterrados muchachos bajaron del árbol, y el muchacho mayor dirigió el chorro de la manguera que había traído del galpón, hacia la casita en llamas.
-Vi el humo -dijo jadeante.
Pronto el fuego quedó dominado. Se salvaron la casita y el árbol, pero Daniel no tenía más deseos de jugar. Se sentía culpable y desdichado. Tendría que decirle a su mamá lo que había ocurrido.
Cuando Daniel regresó a la casa, la madre escuchó toda la historia. Poniéndole la mano sobre el hombro, le preguntó:
-¿Qué has aprendido de esta experiencia?
-He aprendido que no es prudente jugar con fuego; y… y… como dice la Biblia: «Sabed que vuestro pecado os alcanzará».
-Me alegro porque aprendiste dos buenas lecciones -dijo la madre dándole una palmadita en el hombro-. Pero creo que por ahora es mejor que no vuelvas a esa casita de! árbol.
-¡Pero… , mamá! … -protestó Daniel.
-Quizás la semana que viene papá tenga tiempo para ayudarte a construir una casita en el árbol de nuestro patio. Cuando esté lista, Uds. pueden jugar en nuestro patio.
-¡Oh, una casita en un árbol para mí! Hay dos cosas que siempre deseé. Una, era mudarme al campo, y la otra, era tener una casita en un árbol en la cual jugar. Mamá, siempre me esforzaré por obedecer.