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«NUNCA echas de menos el agua hasta que el pozo se seca», dice un antiguo proverbio. Pero en las altiplanicies del Perú, en la Misión de Platería, donde yo era misionero hace unos cincuenta años, se echaban de menos tanto el pozo como el agua.
Parece que a los pobladores del altiplano no les importaba acarrear agua, porque no usaban tanta como solemos usar nosotros dentro de la casa. Para lavar la ropa generalmente iban al río.
Nuestra casa en esa misión estaba construida sobre una colina que distaba bastante del manantial, que era la única fuente de agua. Era una tarea cansadora acarrear agua hasta la colina, y usábamos bastante en el lavado y el aseo personal.
Yo había ayudado a cavar tres pozos en Michigan, donde me crié. En esa época teníamos que hacer los pozos nosotros mismos, si bien el suelo era arenoso y el agua generalmente estaba cerca de la superficie. De manera que cuando vi la forma primitiva en que se proveía agua para la misión, pensé, naturalmente, en cavar un pozo para remediar esta situación. Consulté el plan con otros misioneros, y solamente uno, el Hno. Nelson, había tenido alguna experiencia en el asunto.
Después de estudiar cuidadosamente el suelo, nos decidimos por un lugar. Estábamos bastante seguros de que encontraríamos agua, pero nuestra fe iba a ser severamente probada.
Con la ayuda de varios lugareños, comenzamos a cavar el pozo, sacando la tierra a paladas. Debido a la altura (casi 4.000 metros sobre el nivel del mar) nosotros, los misioneros extranjeros, no podíamos hacer un trabajo tan duro como cavar. Nuestra capacidad pulmonar era insuficiente, y el corazón nos latía tan fuerte que no podíamos hacer un trabajo tan pesado durante más que unos pocos minutos a la vez. Ni siquiera podíamos caminar rápidamente. De modo que teníamos que depender de los peones que habían nacido en esa región y estaban acostumbrados a la altura.
Después que los hombres contratados cavaron un pozo grande, preguntaron para qué era. Cuando les dije que estábamos cavando para sacar agua, miraron sorprendidos. «El agua está allá abajo -dijeron, señalando el manantial-. No hay agua en esta colina».
Era casi imposible conseguir que hicieran algo que consideraban descabellado o imposible, y la mayor parte de las cosas nuevas les parecían descabelladas, o imposibles, o ambas a la vez. Únicamente debido a que les pagaba el mejor salario, y dinero en efectivo, accedieron a seguir trabajando el segundo día.
El tercer día de mañana se juntaron alrededor del hoyo y comenzaron a discutir entre sí si debían trabajar más o no. Los observé desde la casa, en suspenso. Finalmente salí y les ofrecí un bono si continuaban trabajando, y ellos accedieron de mala gana. Para entonces el hoyo era bastante hondo, y la tierra había que sacarla en latas de veinte litros, lo que era un trabajo muy arduo. Aunque a medio día les di un buen almuerzo, del cual disfrutaron mucho, cuando terminó el día dijeron que no querían volver.
Cuando les pregunté por qué, respondieron: Todos se ríen de nosotros cuando les decimos que estamos cavando para sacar agua.
Si hay algo que un indio no puede soportar es que se lo llame tonto, o que se rían de él.
Entonces les expliqué que sus amigos no se reían de ellos, sino de mi.
-¿Por qué se reirían de ustedes? ¿Acaso no están ganando buen dinero? No hay nada de que puedan reírse, ¿no es así?
Eso les dio algo en qué pensar. Luego añadí:
-Quizás se sientan celosos porque ustedes están ganando dinero y ellos no. Vuelvan mañana, como un favor especial que me hacen a mí, y les daré dinero extra.
Cualquier dinero adicional que les pagaba se lo daba en forma de regalo, porque en esa época la ley del Perú prohibía que nadie pagara a un indio más de sesenta centavos por día.
-Díganles a sus amigos que yo soy el tonto y que ustedes estuvieron dispuestos a trabajar otro día únicamente porque yo lo pedí como un favor -añadí. (Si uno es amigo de un indio, él hará más de lo que le corresponda para hacerle un favor). De manera que estuvieron de acuerdo en trabajar otro día, pero únicamente con la condición de que no les pidiera que trabajaran un día más.
Habíamos llegado pues, al fin de la línea, y al día siguiente me sentí muy ansioso. Durante la mañana visité varias veces el trabajo, y oré fervientemente. Cuando les di de comer al medio día, y conversé con ellos, noté que se estaban humedeciendo las paredes del hoyo. Ahora estaba seguro de que había agua. -¡Si tan sólo pudiéramos continuar! Pero, estaba seguro también de que, si ese día no encontrábamos agua, sería imposible conseguir que alguien nos siguiera ayudando.
Durante la tarde visité el trabajo cada media hora. Había indicios muy animadores, pero parecía que ese día no alcanzaríamos el éxito, y ahora, debido a la profundidad -casi tres metros y medio- la excavación iba lenta. Cada palada había que levantarla en esas latas. Los peones estaban acostumbrados a trabajar, pero no de esa manera; era un trabajo muy desanimador.
Mi esposa y yo nos retiramos para tener otro momento de oración en el dormitorio, y a eso de las tres volví para visitarlos de nuevo. Esta vez parecían estar muy alegres, y con ganas de hacer bromas, y yo interpreté que se estaban burlando de mí. Me imaginé que ahora no les cabía la menor duda de que yo era el tonto. Les aseguro que ése no era un sentimiento muy placentero!
Parecía que cada vez trabajaban más despacio. A la hora de dejar el trabajo, me acerqué y, con una sonrisa forzada, comencé a pagarles su jornal. Me había resignado a un fracaso amargo, después de haber llegado, al parecer, tan cerca del éxito. Mientras lo hacía les agradecí por haber trabajado para mí, aun cuando sus amigos se burlaban de ellos. Entonces noté que se intercambiaban sonrisas casi jubilosas.
En ese momento, uno de los obreros que estaba en el fondo del hoyo movió una piedra grande, y he aquí que de bajo de esa piedra había una corriente de agua de a lo menos quince centímetros de diámetro. ¡Qué espectáculo! Y esos astutos indios la habían ocultado desde la media tarde para que yo no la viera!
Naturalmente, no tuve dificultad para conseguir que volvieran al día siguiente. Ensanchamos y limpiamos el fondo del hoyo y revestimos las paredes con piedra. Construí una plataforma de madera para tapar la boca del pozo. Más tarde fui a Arequipa y encontré una bomba de mano, la cual, unida a un caño galvanizado, sacaba agua.
Nuestro pozo fue un éxito excepcional. Los pobladores del lugar subían a la colina para sacar agua del pozo nuevo en lugar de sacarla de la vertiente. Y todos los misioneros se sentían felices por que la quinta y el trabajo de la casa resultaron mucho más fáciles ahora que había agua a mano.
Este incidente ocurrió hace más de cincuenta años, y lo último que oí es que el pozo todavía funciona en la Misión de Platería. Alabado sea Dios de quien fluyen todas las bendiciones!